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Muchos buscadores tienen dificultades en comprender por qué los Rosacruces rechazan el ejercicio de la meditación y en algunos casos incluso advierten, seriamente, contra su uso.

A esto se objeta, a menudo, que a través de la meditación, se consigue una calma y una paz interior. O se plantea la pregunta de si, en absoluto, no se puede hacer algún tipo de ejercicio concreto para fomentar el propio desarrollo espiritual, ya que «¡solamente con palabras, el hombre no avanza ningún paso!».

De hecho, solamente hablando sobre el camino no se avanza ni un milímetro. Pero lanzarse ciegamente según el lema «lo esencial es conseguir algo espiritual» tampoco es más eficaz. Actuar sin el conocimiento oportuno supone ya un riesgo en la vida cotidiana. Esto es todavía más válido en el campo espiritual. Para aclarar esto es preciso contemplar más de cerca el microcosmos, el campo de vida particular del hombre.

 

El microcosmos – un hijo del fuego

 

El microcosmos divino original es un ser ígneo que es capaz de manejar la energía divina de manera creadora. Se manifestó en el lejano pasado como unidad perfecta entre espíritu, alma y cuerpo y se hallaba en una espiral de evolución. Esto era un desarrollo que se indica en la Biblia con las palabras «de magnificencia en magnificencia». Era de una importancia decisiva que estuviera integrado, de manera completamente armónica, en la creación y colabora en la manifestación de su forma según la voluntad de Dios. Aplicaba con amor el fuego de la fuerza creadora divina para otras criaturas y con ese servicio activaba a la vez su propio desarrollo.

Este estado perfecto entre recibir y ofrecer la fuerza ígnea encontró su fin, cuando una parte de los microcosmos se volvió consciente de la propia fuerza creadora y de la belleza de sus creaciones. El hombre en su microcosmos se enamoró de su forma y quiso conservarla eternamente. Quiso escapar de la ley del cambio y se agarró a la materia. Así fue embargado finalmente por el amor a sí mismo y por el egoísmo. La consecuencia fue un estancamiento de las fuerzas ígneas y, al final, la destrucción de su propia forma de manifestación divina la Caída. Sin embargo, el arquetipo del hombre divino es indestructible. Fue sellado como un principio ígneo en el Átomo Chispa de Espíritu. De esta forma los microcosmos, gravemente dañados, permanecieron unidos a la materia y a la ley de los opuestos, continuamente cambiantes. Por esta unión surgió un campo de vida aislado, separado del Espíritu que llamamos «dialéctica», porque aquí todas las energías son bipolares y luchan continuamente entre sí. A partir de estas fuerzas ígneas inferiores, se creó para los microcosmos una manifestación sucedánea: la actual personalidad cuádruple con su conciencia del yo ligada al tiempo y al espacio. Después de dolorosas experiencias personales, el hombre debe ahora percibir de nuevo